El Agujero del Castellá
[reeditado por José Barral]
[post nº 20]
,, Un texto centenario de José Clapés
Al recuperar del olvido esta deliciosa narración autobiográfica, y legendaria a la vez, del prolífico y polifacético autor ibicenco José Clapés Juan (1863-1916), queremos conmemorar el centenario de su primer escrito publicado, que es precisamente éste y apareció bajo el seudónimo de J. Selpac en el Album Histórico-Científico-Artístico-Literario de El Diario de Palma (tomo octavo, Palma, imprenta de Felipe Guasp, 1887, pp. 9-32). Al introducir "el primer escrito debido a la pluma de un joven ibicenco", decía el editor anónimo del Album: "Temeroso el novel escritor al juicio crítico que pueda merecer este su primer ensayo, oculta su verdadero nombre en un anagrama con que firma, de lo cual, en nuestra opinión, podía haberse excusado, pues su expansión literaria no merece desfavorable censura, sino muy al contrario justa alabanza para animarle a emprender consecutivos trabajos con que alcance sus nobles deseos y pueda sin temor ni zozobra descubrir al público su nombre, como ya podía haberlo hecho en esta ocasión".
[Nota del editor literario]
EL AGUJERO DEL CASTELLÁ
(UNA PÁGINA DE MIS MEMORIAS)
En mis tiempos de estudiante sólo dos verdaderas alegrías pude concebir; ser aprobado en el examen de fin de curso, y marchar a mi país a disfrutar un mes de vacaciones. ¿Puede haber otras mayores? Que contesten como quieran otros; yo creo que nada puede satisfacer mejor los anhelos del joven que durante el año ha vivido entre trabajos y privaciones buscando el resorte que le ha de abrir de par en par las puertas del saber, que el oír de un respetable tribunal la espontánea y desinteresada declaración de que puede conseguir su objeto, de que le han de servir de provecho los desvelos de todo un curso; ni creo que haya otro goce preferible, para el hijo de corazón medianamente sensible, al de correr tras un año de ausencia y acabando de obtener honrosa nota, a disfrutar durante el mes de agosto, las delicias del hogar, aspirando la brisa aromática de los campos y el suave aliento de los mares.
Así, en agosto de 1883, me hallaba en mi casa. Situada ésta bastante separada de otras, como lo están la mayor parte de las casas en el campo de Ibiza, muy cerca de los confines de los pueblos de Santa Eulalia y Ntra. Sra. de Jesús, pero en término del primero, de cuya iglesia dista una legua próximamente [sic], un cuarto de hora a la derecha del camino que conduce de la ciudad de Ibiza a la dicha iglesia y villa de Sta. Eulalia, y poco más separada del mar por la parte opuesta; sobre pequeña colina en el fondo de la no muy dilatada hondonada de Cala-Llonga se levanta al lado de frondoso bosque y casi oculta entre rica arboleda. Creo que difícil sería encontrar muchos sitios que pudieran ofrecer más deliciosos encantos durante los meses de verano. Y añádase a esto que allí nací, que allí jugué en mi infancia y que bajo aquel cielo, siempre claro y trasparente, y que a la sombra de aquellos árboles, o alrededor de la lumbre de aquel hogar, en las veladas de invierno, tomaron cuerpo las doradas ilusiones que acompañan siempre a la inocente juventud; añádase, por fin, que allí tenía, y tengo aún, ancianos padres y hermanos cariñosos, y se comprenderá con qué placer desde el fondo del coche-wagón vería cruzar por ante mis ojos y con la rapidez del viento, montañas y ciudades, y cómo bendeciría al genio que inventó el vapor observando el ímpetu con que el buque cortaba las aguas del mar cuando, ávido de las expansiones de mi hogar, me dirigía, aprobado de los estudios del curso último, hacia mi querida Ibiza.
***
¡Y qué vida más llena de deliciosos encantos que la mía durante ese mes de Agosto! Permitid que la recuerde, que nada es tan grato a la imaginación cuando, convertidas en humo, se han disipado ya las más risueñas ilusiones, como soñar con los recuerdos de otros tiempos.
Entre diez y once de la mañana sacudía el sueño... —¿Cómo? —presumo que váis a exclamar— ¿vivir sólo un mes en el campo y levantarse, durante este mes, entre diez y once? Calma, lector amigo, acaso el relato de algunos episodios de mi vida no se ajuste al cantar de los poetas, mas en cambio ha de ser verídico: y sobre todo espera para juzgar, a que termine.
Dije que entre diez y once me levantaba; leía un rato, y comía con mi familia. Después de comer buscaba a uno que no durmiera la siesta y me pasaba dos o tres horas hablando con él: unas veces era uno de mis hermanos, otras veces mi madre, algunas María, criada ya anciana que habiéndonos tenido, tanto a mi como a mis hermanos, sobre sus faldas, a todos nos quiere con cariño maternal; nunca mi padre, que a él nadie puede quitarle la correspondiente hora de siesta. Pero ya fuera con el uno o con el otro, teníamos siempre cosas que decirnos, confidencias que hacernos y emociones que comunicarnos; y sentados en frente de una puerta por donde entraba la a veces casi imperceptible brisa de verano, o a la sombra de una higuera o de algún algarrobo de esos que han visto número inmenso de años y que aún conservan la lozanía de joven primavera, pasábamos dos ó tres horas de esas en las que de nada se trata, que no se resuelve nada y que sólo de confianzas [sic] se habla, pero que quedan eternamente grabadas en la memoria y cuyo recuerdo es el mayor regocijo en la vejez y también en la ausencia.
Entre tres y cuatro de la tarde tomaba mi escopeta y me iba... ¿Creéis que a cazar? ¡Quia! Llevaba la escopeta por llevar algo, por no dar motivo de burla a las gentes al recorrer, sin hacer nada, montes y llanuras, pero mi objeto era tan sólo dar la vuelta a las colinas y subir a sus cimas, atravesar bosques y explanadas, llegar a las montañas más altas de la comarca, para admirar desde allí los vistosos panoramas que desde casi todas las alturas de Ibiza se descubren, bajar de la altura para visitar tal o cual objeto que desde allá había distinguido, pasear por las orillas del mar permaneciendo a veces horas enteras sentado sobre las peñas, recorrer en todas direcciones y observar en sus menores detalles el país, hablar largos ratos con éste o con el otro vecino que encontraba trabajando, que de todos era amigo y de todos me deleitaba escuchar sus palabras, rústicas a veces pero siempre rebosando esa franqueza y lealtad que son más comunes en los campos que en las grandes poblaciones, y de que son dignos de fama los campesinos de Ibiza. Y al acercarse el sol al ocaso, al entonar los pájaros sus cantos de amorosa despedida a la luz, ante la cual va tejiendo invisible genio finísimo velo, que aumenta en espesor más y más a cada momento, hasta que por completo cierra la noche, entonces, yo me dirigía al sitio en donde estaban trabajando mis hermanos y mi querido padre. Y juntos, tras de sacudirse ellos el polvo y después de haber encendido, sentados sobre una piedra, un cigarro, emprendíamos con animada charla el camino de la casa. Después de la cena me contaban ellos algún chascarrillo o sabroso suceso, o les refería yo algo de lo mucho curioso que se observa en las grandes poblaciones, y contentos todos nos íbamos, ellos, a dormir y yo... ¿a qué, lector, no adivinas a dónde? Pues voy a decírtelo.
No muy lejos de casa vivía una niña encantadora, uno de aquellos tiernos capullos que a penas se atreven a mostrar al sol su corola, temerosos de que se agoste su lozanía, un ángel en forma de mujer, que para mí tenía dos focos de luz divina por ojos, rosas y claveles por mejillas y labios, marfil por dientes, trenzas de oro por cabellos, y una gracia y... un incomprensible no sé qué de celestial beldad que enloquecía al más frío e indiferente. Y a las doce, o a la una, cuando sus padres ya dormían y la naturaleza toda estaba entregada al descanso de la noche, se me podía ver a mí deslizarme silenciosamente por tras una pared hasta llegar a una ventana, dar en ésta algunos golpecitos con los nudillos, ¡y con una suavidad!, y esperar un momento; pronto la ventana se entreabría y mi sol encantador aparecía en ella, alumbrando mi amor.
¡Con qué placer te haría partícipe, lector querido, de la felicidad que embargaba en aquellos momentos mi corazón, con que complacencia me detendría aquí para contarte nuestras pláticas amorosas, y los juramentos de recíproco cariño que nos hacíamos poniendo por testigo a Dios y los ensueños de felicidad que para lo porvenir nos forjábamos, y... pero ni a tí te importa esto, ni yo debo distraerte por más tiempo de tus serios trabajos, pues que te supongo, de acuerdo con la presente generación, burlándote de cuanto tenga el menor viso inocente de puerilidad. Permite pues, que termine diciéndote que mi sol murió, y que yo he logrado si no olvidarle, recordarme de él sin pesar. ¡Ya se ve! La fría indiferencia se va apoderando del corazón a medida que se secan las ilusiones.
Al amanecer, cuando los pájaros saludaban la venida del día, me iba a casa, y casi siempre al despuntar el sol por encima de la colina cercana, yo, tras de admirar un momento la obra sublime del Creador, cerraba, para dormir, los ojos.
He aquí mi vida en el mes de vacaciones. A alguien podrá parecer tal vez desarreglada; mas yo sospecho que para el joven que sueña en amores nada puede haber sujeto a determinado método, que siempre en la lucha que sostienen corazón y entendimiento vence el primero, en el punto capital al menos, y sobre todo, muy bien pueden permitirse unos días de solaz al que luego ha de encerrarse, durante un año, en estrecha cárcel teniendo sólo libros de texto por pasatiempos y graves profesores por compañía.
Pero llevo ya escritas muchas líneas y aún no he llegado a tratar del asunto, objeto de este artículo. ¡Que nadie lo extrañe! El recuerdo de las felicidades pasadas es un oasis en el triste campo de nuestros pesares.
Dije antes que mi ocupación casi constante era, durante parte de la tarde, recorrer de uno a otro confín, el país. Pues bien, en una de aquellas tardes, la del 17 del antes citado Agosto, dirigí mi paseo al Castellá. Es éste un cerro que teniendo sus orígenes en la pequeña cala Salto den Serrá, o Sol den Serrá como le llaman en el país, avanza dentro el mar hasta recibir en su extremo el nombre de Cabo Lebrell, y termina formando la margen izquierda del puerto de Cala-Llonga; acaba en dos picos, entre los cuales se origina una pequeña cañada en cuya última parte, en inmediaciones del puerto, hay algunas higueras sembradas en otro siglo sin duda; todo el resto del cerro está poblado de altos pinos y espeso bosque. De los dos picos, el más cercano al llano, que al pie del cerro se extiende, tiene unos 180 metros de altura, y el otro se eleva aún algo más.
Las cuatro de la tarde serían cuando, separándomc de mis hermanos, que estaban trabajando en el huerto inmediato al puerto, empecé la subida. Al llegar al pico más bajo encontré, en una plazoleta, un montón de piedras que figuraba ser las ruinas de un pilar, según algunas de ellas que aún se hallaban en su sitio; no supe lo que podía aquello significar; sin embargo lo miré con cierto respeto, como si me dijera ya el corazón que eran vestigios del saber y no de pastoriles juegos. Después ha caído en mis manos la importantísima obra del general Ibáñez, Descripción Geodésica de las Baleares, y he visto que, en efecto, los tales vestigios deben de serio de una señal de observación que situó allí, para la triangulación de Ibiza y Formentera, aquel hombre superior, a quien tanto y tan bueno debe la Ciencia. Confieso que otra vez que he visitado aquella y otras señales, después de la lectura de las 849 páginas de que consta el libro (de las cuales tiene 192 dedicadas a Ibiza), he sentido profunda admiración por el sabio que, ostentando en su uniforme las insignias de elevada categoría, no se desdeñó de recorrer, por bosques y alturas, tales parajes. Digno de respeto creo al talento esclarecido, pero no lo es menos a mi entender la aplicación, y en el señor Ibáñez se encuentran reunidas ambas cualidades. ¡Si será merecedor de veneración el recientemente nombrado, en las conferencias de Berlín y por unanimidad, presidente de la Asociación Geodésica!
Llegué hasta el pico más alto, y desde allí contemplé a mis pies, por una parte casi toda la vertiente S.E. de la Isla con sus colinas y cañadas, con los campanarios de sus iglesias y a lo lejos las altas montañas que la limitan; por la otra, una extensión indefinida del mar, cuyas olas cortaba alguna que otra barquichuela que se acercaba a la costa o que iba en busca de refugio en el puerto de Ibiza o en el de Cala-Pada, frente a la villa de Santa Eulalia. Avancé por la pequeña explanada que en la parte superior se forma y al poco tiempo, en el centro próximamente, encontré un agujero que tendría poco más o menos metro y medio de diámetro, y que estaba abierto en la roca, siendo su construcción bastante esmerada; estaba cegado hasta poco menos de dos metros del borde superior, y en el fondo había una mata; supongo que estará aún lo mismo. Por más que medité no pude sospechar quién habría abierto aquel agujero, ni con qué objeto podría haberse construido, hasta que sorprendiéndome en su examen un honrado vecino de casa, que dejado el trabajo se disponía a bajar del monte, se entabló entre los dos, después de encender [un cigarro], sentados al borde mismo del agujero, la siguiente conversación:
—Estaba ocupado en examinar este agujero que si he de decir la verdad no sospecho con qué objeto podrá haber sido hecho.
—¿Y tú no sabes lo que se cuenta de este agujero?
—No; ¿lo sabes tú?
—¡Pues no lo he de saber! —¿Quieres que te lo cuente?
—No deseo otra cosa.
—Escucha pues. Los primeros que vinieron a poblar la isla de Ibiza y con ella el resto de las Baleares fueron...
—Dodanim y Elisa.
—Y esto sucedió hace muchísimos años.
—En el 131 después del Diluvio, o sea el 2217 antes de Jesucristo: procedían de Italia, en donde estaban establecidos, y vinieron con sus hermanos.
—Entre las varias ciudades que erigieron en las Islas, se sabe de una que fundaron en Ibiza, se ignora en qué punto, si bien se dice, no sé con qué fundamento, que estaba contigua al Sol den Serrá, y al pie del Puig den Ramon que tenemos delante (el más bajo de los dos cerros que forman el Castellá). Lo que sí se sabe es que a Dodanim y Elisa les sucedió en el gobierno de las Baleares su hijo Phanat, quien como residiera en Mallorca, corte de sus padres, nombró Gobernador de Ibiza a un tal Guetsem.
Al propio tiempo que las Baleares fue también poblada la Península, pero las Islas se mantuvieron independientes, logrando con esto tranquilidad sus habitantes, hasta que en los tiempos de Phanat empezaron los moradores del vecino continente a hostigar a los isleños. De los dominios de éstos el punto más expuesto a un ataque, por su mayor proximidad al país del enemigo, era nuestra Isla, por lo que Guetsem se dispuso, con sabias medidas y obras inexpugnables a una defensa obstinada, para la cual llevaba ya escondido dentro del pecho ese valor ingénito que en el transcurso de los siglos han demostrado poseer los ibicencos.
El gobernador de Ibiza contaba con pocas fuerzas para oponer a las numerosas que podían atacarle de un momento a otro, pero era sagaz como valiente y al propio tiempo que se disponía, como hemos dicho, al combate, debía buscar un rincón en donde asegurar, en caso desgraciado, sus más valiosas perlas y los objetos por él más queridos, entre ellos los huesos de sus padres Purró y Gutschina, y sobre todo un sitio que, ofreciendo abrigo seguro, tuviera fácil retirada. ¿Cómo hallar una posición con todos los requisitos? Nada más fácil, se diría Guetsem: construyéndola. Y al efecto reunió a muchos trabajadores y se fue con ellos al pie del Castellá; allí, en la parte del llano, abrió una galería subterránea por la que podían pasar dos hombres de pie y uno al lado del otro, prolongándola hasta salir al extremo opuesto en el mar, se ignora en qué punto, si bien se sospecha fuera en una cueva por donde ahora entran las olas con espantoso estruendo. En el sitio que calculó, debajo del pico más alto, hizo construir, ensanchando las excavaciones, un edificio compuesto de porchu, cocina y varias habitaciones; en una de éstas, arreglada a manera de un panteón, colocó desde luego los restos mortales de Purró y Gutschina; otra, la mayor de todas, la destinó a provisiones de las cuales podía encerrar para mucho tiempo, y las restantes para albergue de los que tuvieran que refugiarse allí algún día.
Comprendiendo luego que sería casi imposible la vida con la corta cantidad de aire que podría. entrar por las puertas, arregladas conforme veremos después, se abrió desde la cima de este cerro una chimenea, la cual se subdividió, a unos cuantos metros de profundidad, en varios ramales correspondientes a las diferentes habitaciones.
Se arreglaron después las puertas del subterráneo dejando en cada extremo un agujero por donde difícilmente pudiera pasar un hombre; tapáronse aquellos agujeros con grandes piedras, y quedó todo según la voluntad y el gusto del Gobernador Guetsem.
—Comprendo perfectamente que esto constituyera una posición inexpugnable, atendidos los medios de ataque de entonces, pero ¿y la retirada?
—Todo lo comprendían ellos de este modo: lo más lógico era, tratándose de un enemigo desconocedor del suelo, que hiciera el desembarco en la costa más cercana y ésta era la opuesta precisamente a este punto: los combates debían empezar, pues, en la playa de San Antonio o en los montes de San Juan y, en caso de ser vencidos los naturales, debían retirarse hacia esta parte de la isla en donde nos encontramos nosotros. Pues bien, se dirían ellos: defendemos palmo a palmo nuestro país, y si obligados por el mayor número tenemos que retiramos, llegamos hasta aquí y durante la noche, cuando nuestro enemigo, confiado, porque nos creerá sin escapatoria, deje un momento de acosarnos, nos introducimos en el subterráneo, y entre tanto que cree, al apercibirse de nuestra desaparición, que burlando su vigilancia nos hemos evadido, nosotros esperamos allí tranquilos a que los de Mallorca, avisados con anterioridad, vengan con sus buques a libramos.
—¿Y llegó a aprovecharse Guetsem de aquel ingenioso artificio?
—Ni Guetsem ni sus sucesores. Por entonces cesaron los del Continente de acosar a los isleños y éstos continuaron independientes durante algunos siglos. Tan sólo al apoderarse del Gobierno de España el extranjero Gerión, que dicen fue el séptimo rey de la Península, perdimos la independencia, pues que el tal monarca agregó a sus estados las Islas: esto sucedió... muchos años después de lo de Guetsem.
—Hacia el año 1104 antes de Jesucristo. ¿Y qué hicieron los ibicencos al atacarles Gerión?
—Como denodados campeones pelearon por su país, mas cuando vieron que era inútil la resistencia, fue el Gobernador, que nadie sabe como se llamaba, con su familia y algunos nobles a refugiarse en el subterráneo, para embarcarse en la primera ocasión oportuna, pero al llegar a la puerta, y quitar la piedra, encontráronse con que se había hundido gran cantidad de tierra, obstruyendo la galería en su parte central próximamente: no había ya tiempo de recomponerlo y por tanto no tenían más remedio que entregarse a Gerión. Pero dispuestos a que no descubriera éste el escondrijo, en donde un digno gobernador de la Isla había guardado sagradas reliquias, cegaron y disimularon de tal manera la puerta, que pasada aquella generación se perdieron por completo todos sus rastros. Hoy sólo queda de aquel subterráneo este agujero, que se supone sea la boca de la chimenea; y esta tradición que se conserva después de tantos siglos.
Terminado el relato nos levantamos, dirigiéndonos en busca de mis hermanos que me esperaban ya para encaminarnos al paterno hogar.
¿Habrá en eso algo de verdad?, me pregunto a veces.
J. Selpac
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NOTA DEL EDITOR LITERARIO: En la presente edición he respetado escrupulosamente el texto de la primera (1887), suprimiendo únicamente evidentes erratas de imprenta. Corrijo las típicas "geadas" ("g" por "j") del siglo XIX ("tegiendo, sugeto, parages, estrangero"), pero conservo la curiosa "próximamente" (en vez de "aproximadamente"), por considerar que no es errata, sino voluntad de autor, al haberla empleado así tres veces. He tenido que cambiar bastantes grafías s por x. Retengo su ortografía de porxo ("porchu"). Suprimo los arcaicos acentos ortográficos en monolíteros y monosílabos y normalizo acentuación general con relación al uso actual. De igual modo, la puntuación está totalmente revisada para hacer más legible el texto reproducido. Por último, la ortografía actual, y correcta, de la toponimia menor no castellanizada, que aparece en el texto como en la edición de 1887, es: Puig d'es Castellar, Salt d'en Serrà, Sol d'en Serrà, Cap d'es Llibrell. Puig d'en Ramon.
José Barral ,,
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(Anuario. Ibiza-Formentera IV, 1986, Mariano Planells, Ibiza 1985, pp. 123-130)
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topografía y toponimia en 'es Castellar'
'el agujero del Castellá' era... una antiquísima cisterna rupestre
(Juan Pérez Escribano, febrero 2006)
planta y alzado (J. Mª López Garí, 1986)
Ver arriba, en este misno blog:
¿nuevas excavaciones arqueológicas en Cap des Llibrell? y paseo por la cumbres en busca de la historia
[reeditado por José Barral]
[post nº 20]
,, Un texto centenario de José Clapés
Al recuperar del olvido esta deliciosa narración autobiográfica, y legendaria a la vez, del prolífico y polifacético autor ibicenco José Clapés Juan (1863-1916), queremos conmemorar el centenario de su primer escrito publicado, que es precisamente éste y apareció bajo el seudónimo de J. Selpac en el Album Histórico-Científico-Artístico-Literario de El Diario de Palma (tomo octavo, Palma, imprenta de Felipe Guasp, 1887, pp. 9-32). Al introducir "el primer escrito debido a la pluma de un joven ibicenco", decía el editor anónimo del Album: "Temeroso el novel escritor al juicio crítico que pueda merecer este su primer ensayo, oculta su verdadero nombre en un anagrama con que firma, de lo cual, en nuestra opinión, podía haberse excusado, pues su expansión literaria no merece desfavorable censura, sino muy al contrario justa alabanza para animarle a emprender consecutivos trabajos con que alcance sus nobles deseos y pueda sin temor ni zozobra descubrir al público su nombre, como ya podía haberlo hecho en esta ocasión".
[Nota del editor literario]
EL AGUJERO DEL CASTELLÁ
(UNA PÁGINA DE MIS MEMORIAS)
En mis tiempos de estudiante sólo dos verdaderas alegrías pude concebir; ser aprobado en el examen de fin de curso, y marchar a mi país a disfrutar un mes de vacaciones. ¿Puede haber otras mayores? Que contesten como quieran otros; yo creo que nada puede satisfacer mejor los anhelos del joven que durante el año ha vivido entre trabajos y privaciones buscando el resorte que le ha de abrir de par en par las puertas del saber, que el oír de un respetable tribunal la espontánea y desinteresada declaración de que puede conseguir su objeto, de que le han de servir de provecho los desvelos de todo un curso; ni creo que haya otro goce preferible, para el hijo de corazón medianamente sensible, al de correr tras un año de ausencia y acabando de obtener honrosa nota, a disfrutar durante el mes de agosto, las delicias del hogar, aspirando la brisa aromática de los campos y el suave aliento de los mares.
Así, en agosto de 1883, me hallaba en mi casa. Situada ésta bastante separada de otras, como lo están la mayor parte de las casas en el campo de Ibiza, muy cerca de los confines de los pueblos de Santa Eulalia y Ntra. Sra. de Jesús, pero en término del primero, de cuya iglesia dista una legua próximamente [sic], un cuarto de hora a la derecha del camino que conduce de la ciudad de Ibiza a la dicha iglesia y villa de Sta. Eulalia, y poco más separada del mar por la parte opuesta; sobre pequeña colina en el fondo de la no muy dilatada hondonada de Cala-Llonga se levanta al lado de frondoso bosque y casi oculta entre rica arboleda. Creo que difícil sería encontrar muchos sitios que pudieran ofrecer más deliciosos encantos durante los meses de verano. Y añádase a esto que allí nací, que allí jugué en mi infancia y que bajo aquel cielo, siempre claro y trasparente, y que a la sombra de aquellos árboles, o alrededor de la lumbre de aquel hogar, en las veladas de invierno, tomaron cuerpo las doradas ilusiones que acompañan siempre a la inocente juventud; añádase, por fin, que allí tenía, y tengo aún, ancianos padres y hermanos cariñosos, y se comprenderá con qué placer desde el fondo del coche-wagón vería cruzar por ante mis ojos y con la rapidez del viento, montañas y ciudades, y cómo bendeciría al genio que inventó el vapor observando el ímpetu con que el buque cortaba las aguas del mar cuando, ávido de las expansiones de mi hogar, me dirigía, aprobado de los estudios del curso último, hacia mi querida Ibiza.
¡Y qué vida más llena de deliciosos encantos que la mía durante ese mes de Agosto! Permitid que la recuerde, que nada es tan grato a la imaginación cuando, convertidas en humo, se han disipado ya las más risueñas ilusiones, como soñar con los recuerdos de otros tiempos.
Entre diez y once de la mañana sacudía el sueño... —¿Cómo? —presumo que váis a exclamar— ¿vivir sólo un mes en el campo y levantarse, durante este mes, entre diez y once? Calma, lector amigo, acaso el relato de algunos episodios de mi vida no se ajuste al cantar de los poetas, mas en cambio ha de ser verídico: y sobre todo espera para juzgar, a que termine.
Dije que entre diez y once me levantaba; leía un rato, y comía con mi familia. Después de comer buscaba a uno que no durmiera la siesta y me pasaba dos o tres horas hablando con él: unas veces era uno de mis hermanos, otras veces mi madre, algunas María, criada ya anciana que habiéndonos tenido, tanto a mi como a mis hermanos, sobre sus faldas, a todos nos quiere con cariño maternal; nunca mi padre, que a él nadie puede quitarle la correspondiente hora de siesta. Pero ya fuera con el uno o con el otro, teníamos siempre cosas que decirnos, confidencias que hacernos y emociones que comunicarnos; y sentados en frente de una puerta por donde entraba la a veces casi imperceptible brisa de verano, o a la sombra de una higuera o de algún algarrobo de esos que han visto número inmenso de años y que aún conservan la lozanía de joven primavera, pasábamos dos ó tres horas de esas en las que de nada se trata, que no se resuelve nada y que sólo de confianzas [sic] se habla, pero que quedan eternamente grabadas en la memoria y cuyo recuerdo es el mayor regocijo en la vejez y también en la ausencia.
Entre tres y cuatro de la tarde tomaba mi escopeta y me iba... ¿Creéis que a cazar? ¡Quia! Llevaba la escopeta por llevar algo, por no dar motivo de burla a las gentes al recorrer, sin hacer nada, montes y llanuras, pero mi objeto era tan sólo dar la vuelta a las colinas y subir a sus cimas, atravesar bosques y explanadas, llegar a las montañas más altas de la comarca, para admirar desde allí los vistosos panoramas que desde casi todas las alturas de Ibiza se descubren, bajar de la altura para visitar tal o cual objeto que desde allá había distinguido, pasear por las orillas del mar permaneciendo a veces horas enteras sentado sobre las peñas, recorrer en todas direcciones y observar en sus menores detalles el país, hablar largos ratos con éste o con el otro vecino que encontraba trabajando, que de todos era amigo y de todos me deleitaba escuchar sus palabras, rústicas a veces pero siempre rebosando esa franqueza y lealtad que son más comunes en los campos que en las grandes poblaciones, y de que son dignos de fama los campesinos de Ibiza. Y al acercarse el sol al ocaso, al entonar los pájaros sus cantos de amorosa despedida a la luz, ante la cual va tejiendo invisible genio finísimo velo, que aumenta en espesor más y más a cada momento, hasta que por completo cierra la noche, entonces, yo me dirigía al sitio en donde estaban trabajando mis hermanos y mi querido padre. Y juntos, tras de sacudirse ellos el polvo y después de haber encendido, sentados sobre una piedra, un cigarro, emprendíamos con animada charla el camino de la casa. Después de la cena me contaban ellos algún chascarrillo o sabroso suceso, o les refería yo algo de lo mucho curioso que se observa en las grandes poblaciones, y contentos todos nos íbamos, ellos, a dormir y yo... ¿a qué, lector, no adivinas a dónde? Pues voy a decírtelo.
No muy lejos de casa vivía una niña encantadora, uno de aquellos tiernos capullos que a penas se atreven a mostrar al sol su corola, temerosos de que se agoste su lozanía, un ángel en forma de mujer, que para mí tenía dos focos de luz divina por ojos, rosas y claveles por mejillas y labios, marfil por dientes, trenzas de oro por cabellos, y una gracia y... un incomprensible no sé qué de celestial beldad que enloquecía al más frío e indiferente. Y a las doce, o a la una, cuando sus padres ya dormían y la naturaleza toda estaba entregada al descanso de la noche, se me podía ver a mí deslizarme silenciosamente por tras una pared hasta llegar a una ventana, dar en ésta algunos golpecitos con los nudillos, ¡y con una suavidad!, y esperar un momento; pronto la ventana se entreabría y mi sol encantador aparecía en ella, alumbrando mi amor.
¡Con qué placer te haría partícipe, lector querido, de la felicidad que embargaba en aquellos momentos mi corazón, con que complacencia me detendría aquí para contarte nuestras pláticas amorosas, y los juramentos de recíproco cariño que nos hacíamos poniendo por testigo a Dios y los ensueños de felicidad que para lo porvenir nos forjábamos, y... pero ni a tí te importa esto, ni yo debo distraerte por más tiempo de tus serios trabajos, pues que te supongo, de acuerdo con la presente generación, burlándote de cuanto tenga el menor viso inocente de puerilidad. Permite pues, que termine diciéndote que mi sol murió, y que yo he logrado si no olvidarle, recordarme de él sin pesar. ¡Ya se ve! La fría indiferencia se va apoderando del corazón a medida que se secan las ilusiones.
Al amanecer, cuando los pájaros saludaban la venida del día, me iba a casa, y casi siempre al despuntar el sol por encima de la colina cercana, yo, tras de admirar un momento la obra sublime del Creador, cerraba, para dormir, los ojos.
He aquí mi vida en el mes de vacaciones. A alguien podrá parecer tal vez desarreglada; mas yo sospecho que para el joven que sueña en amores nada puede haber sujeto a determinado método, que siempre en la lucha que sostienen corazón y entendimiento vence el primero, en el punto capital al menos, y sobre todo, muy bien pueden permitirse unos días de solaz al que luego ha de encerrarse, durante un año, en estrecha cárcel teniendo sólo libros de texto por pasatiempos y graves profesores por compañía.
Pero llevo ya escritas muchas líneas y aún no he llegado a tratar del asunto, objeto de este artículo. ¡Que nadie lo extrañe! El recuerdo de las felicidades pasadas es un oasis en el triste campo de nuestros pesares.
Dije antes que mi ocupación casi constante era, durante parte de la tarde, recorrer de uno a otro confín, el país. Pues bien, en una de aquellas tardes, la del 17 del antes citado Agosto, dirigí mi paseo al Castellá. Es éste un cerro que teniendo sus orígenes en la pequeña cala Salto den Serrá, o Sol den Serrá como le llaman en el país, avanza dentro el mar hasta recibir en su extremo el nombre de Cabo Lebrell, y termina formando la margen izquierda del puerto de Cala-Llonga; acaba en dos picos, entre los cuales se origina una pequeña cañada en cuya última parte, en inmediaciones del puerto, hay algunas higueras sembradas en otro siglo sin duda; todo el resto del cerro está poblado de altos pinos y espeso bosque. De los dos picos, el más cercano al llano, que al pie del cerro se extiende, tiene unos 180 metros de altura, y el otro se eleva aún algo más.
Las cuatro de la tarde serían cuando, separándomc de mis hermanos, que estaban trabajando en el huerto inmediato al puerto, empecé la subida. Al llegar al pico más bajo encontré, en una plazoleta, un montón de piedras que figuraba ser las ruinas de un pilar, según algunas de ellas que aún se hallaban en su sitio; no supe lo que podía aquello significar; sin embargo lo miré con cierto respeto, como si me dijera ya el corazón que eran vestigios del saber y no de pastoriles juegos. Después ha caído en mis manos la importantísima obra del general Ibáñez, Descripción Geodésica de las Baleares, y he visto que, en efecto, los tales vestigios deben de serio de una señal de observación que situó allí, para la triangulación de Ibiza y Formentera, aquel hombre superior, a quien tanto y tan bueno debe la Ciencia. Confieso que otra vez que he visitado aquella y otras señales, después de la lectura de las 849 páginas de que consta el libro (de las cuales tiene 192 dedicadas a Ibiza), he sentido profunda admiración por el sabio que, ostentando en su uniforme las insignias de elevada categoría, no se desdeñó de recorrer, por bosques y alturas, tales parajes. Digno de respeto creo al talento esclarecido, pero no lo es menos a mi entender la aplicación, y en el señor Ibáñez se encuentran reunidas ambas cualidades. ¡Si será merecedor de veneración el recientemente nombrado, en las conferencias de Berlín y por unanimidad, presidente de la Asociación Geodésica!
Llegué hasta el pico más alto, y desde allí contemplé a mis pies, por una parte casi toda la vertiente S.E. de la Isla con sus colinas y cañadas, con los campanarios de sus iglesias y a lo lejos las altas montañas que la limitan; por la otra, una extensión indefinida del mar, cuyas olas cortaba alguna que otra barquichuela que se acercaba a la costa o que iba en busca de refugio en el puerto de Ibiza o en el de Cala-Pada, frente a la villa de Santa Eulalia. Avancé por la pequeña explanada que en la parte superior se forma y al poco tiempo, en el centro próximamente, encontré un agujero que tendría poco más o menos metro y medio de diámetro, y que estaba abierto en la roca, siendo su construcción bastante esmerada; estaba cegado hasta poco menos de dos metros del borde superior, y en el fondo había una mata; supongo que estará aún lo mismo. Por más que medité no pude sospechar quién habría abierto aquel agujero, ni con qué objeto podría haberse construido, hasta que sorprendiéndome en su examen un honrado vecino de casa, que dejado el trabajo se disponía a bajar del monte, se entabló entre los dos, después de encender [un cigarro], sentados al borde mismo del agujero, la siguiente conversación:
—Estaba ocupado en examinar este agujero que si he de decir la verdad no sospecho con qué objeto podrá haber sido hecho.
—¿Y tú no sabes lo que se cuenta de este agujero?
—No; ¿lo sabes tú?
—¡Pues no lo he de saber! —¿Quieres que te lo cuente?
—No deseo otra cosa.
—Escucha pues. Los primeros que vinieron a poblar la isla de Ibiza y con ella el resto de las Baleares fueron...
—Dodanim y Elisa.
—Y esto sucedió hace muchísimos años.
—En el 131 después del Diluvio, o sea el 2217 antes de Jesucristo: procedían de Italia, en donde estaban establecidos, y vinieron con sus hermanos.
—Entre las varias ciudades que erigieron en las Islas, se sabe de una que fundaron en Ibiza, se ignora en qué punto, si bien se dice, no sé con qué fundamento, que estaba contigua al Sol den Serrá, y al pie del Puig den Ramon que tenemos delante (el más bajo de los dos cerros que forman el Castellá). Lo que sí se sabe es que a Dodanim y Elisa les sucedió en el gobierno de las Baleares su hijo Phanat, quien como residiera en Mallorca, corte de sus padres, nombró Gobernador de Ibiza a un tal Guetsem.
Al propio tiempo que las Baleares fue también poblada la Península, pero las Islas se mantuvieron independientes, logrando con esto tranquilidad sus habitantes, hasta que en los tiempos de Phanat empezaron los moradores del vecino continente a hostigar a los isleños. De los dominios de éstos el punto más expuesto a un ataque, por su mayor proximidad al país del enemigo, era nuestra Isla, por lo que Guetsem se dispuso, con sabias medidas y obras inexpugnables a una defensa obstinada, para la cual llevaba ya escondido dentro del pecho ese valor ingénito que en el transcurso de los siglos han demostrado poseer los ibicencos.
El gobernador de Ibiza contaba con pocas fuerzas para oponer a las numerosas que podían atacarle de un momento a otro, pero era sagaz como valiente y al propio tiempo que se disponía, como hemos dicho, al combate, debía buscar un rincón en donde asegurar, en caso desgraciado, sus más valiosas perlas y los objetos por él más queridos, entre ellos los huesos de sus padres Purró y Gutschina, y sobre todo un sitio que, ofreciendo abrigo seguro, tuviera fácil retirada. ¿Cómo hallar una posición con todos los requisitos? Nada más fácil, se diría Guetsem: construyéndola. Y al efecto reunió a muchos trabajadores y se fue con ellos al pie del Castellá; allí, en la parte del llano, abrió una galería subterránea por la que podían pasar dos hombres de pie y uno al lado del otro, prolongándola hasta salir al extremo opuesto en el mar, se ignora en qué punto, si bien se sospecha fuera en una cueva por donde ahora entran las olas con espantoso estruendo. En el sitio que calculó, debajo del pico más alto, hizo construir, ensanchando las excavaciones, un edificio compuesto de porchu, cocina y varias habitaciones; en una de éstas, arreglada a manera de un panteón, colocó desde luego los restos mortales de Purró y Gutschina; otra, la mayor de todas, la destinó a provisiones de las cuales podía encerrar para mucho tiempo, y las restantes para albergue de los que tuvieran que refugiarse allí algún día.
Comprendiendo luego que sería casi imposible la vida con la corta cantidad de aire que podría. entrar por las puertas, arregladas conforme veremos después, se abrió desde la cima de este cerro una chimenea, la cual se subdividió, a unos cuantos metros de profundidad, en varios ramales correspondientes a las diferentes habitaciones.
Se arreglaron después las puertas del subterráneo dejando en cada extremo un agujero por donde difícilmente pudiera pasar un hombre; tapáronse aquellos agujeros con grandes piedras, y quedó todo según la voluntad y el gusto del Gobernador Guetsem.
—Comprendo perfectamente que esto constituyera una posición inexpugnable, atendidos los medios de ataque de entonces, pero ¿y la retirada?
—Todo lo comprendían ellos de este modo: lo más lógico era, tratándose de un enemigo desconocedor del suelo, que hiciera el desembarco en la costa más cercana y ésta era la opuesta precisamente a este punto: los combates debían empezar, pues, en la playa de San Antonio o en los montes de San Juan y, en caso de ser vencidos los naturales, debían retirarse hacia esta parte de la isla en donde nos encontramos nosotros. Pues bien, se dirían ellos: defendemos palmo a palmo nuestro país, y si obligados por el mayor número tenemos que retiramos, llegamos hasta aquí y durante la noche, cuando nuestro enemigo, confiado, porque nos creerá sin escapatoria, deje un momento de acosarnos, nos introducimos en el subterráneo, y entre tanto que cree, al apercibirse de nuestra desaparición, que burlando su vigilancia nos hemos evadido, nosotros esperamos allí tranquilos a que los de Mallorca, avisados con anterioridad, vengan con sus buques a libramos.
—¿Y llegó a aprovecharse Guetsem de aquel ingenioso artificio?
—Ni Guetsem ni sus sucesores. Por entonces cesaron los del Continente de acosar a los isleños y éstos continuaron independientes durante algunos siglos. Tan sólo al apoderarse del Gobierno de España el extranjero Gerión, que dicen fue el séptimo rey de la Península, perdimos la independencia, pues que el tal monarca agregó a sus estados las Islas: esto sucedió... muchos años después de lo de Guetsem.
—Hacia el año 1104 antes de Jesucristo. ¿Y qué hicieron los ibicencos al atacarles Gerión?
—Como denodados campeones pelearon por su país, mas cuando vieron que era inútil la resistencia, fue el Gobernador, que nadie sabe como se llamaba, con su familia y algunos nobles a refugiarse en el subterráneo, para embarcarse en la primera ocasión oportuna, pero al llegar a la puerta, y quitar la piedra, encontráronse con que se había hundido gran cantidad de tierra, obstruyendo la galería en su parte central próximamente: no había ya tiempo de recomponerlo y por tanto no tenían más remedio que entregarse a Gerión. Pero dispuestos a que no descubriera éste el escondrijo, en donde un digno gobernador de la Isla había guardado sagradas reliquias, cegaron y disimularon de tal manera la puerta, que pasada aquella generación se perdieron por completo todos sus rastros. Hoy sólo queda de aquel subterráneo este agujero, que se supone sea la boca de la chimenea; y esta tradición que se conserva después de tantos siglos.
Terminado el relato nos levantamos, dirigiéndonos en busca de mis hermanos que me esperaban ya para encaminarnos al paterno hogar.
¿Habrá en eso algo de verdad?, me pregunto a veces.
J. Selpac
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NOTA DEL EDITOR LITERARIO: En la presente edición he respetado escrupulosamente el texto de la primera (1887), suprimiendo únicamente evidentes erratas de imprenta. Corrijo las típicas "geadas" ("g" por "j") del siglo XIX ("tegiendo, sugeto, parages, estrangero"), pero conservo la curiosa "próximamente" (en vez de "aproximadamente"), por considerar que no es errata, sino voluntad de autor, al haberla empleado así tres veces. He tenido que cambiar bastantes grafías s por x. Retengo su ortografía de porxo ("porchu"). Suprimo los arcaicos acentos ortográficos en monolíteros y monosílabos y normalizo acentuación general con relación al uso actual. De igual modo, la puntuación está totalmente revisada para hacer más legible el texto reproducido. Por último, la ortografía actual, y correcta, de la toponimia menor no castellanizada, que aparece en el texto como en la edición de 1887, es: Puig d'es Castellar, Salt d'en Serrà, Sol d'en Serrà, Cap d'es Llibrell. Puig d'en Ramon.
José Barral ,,
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(Anuario. Ibiza-Formentera IV, 1986, Mariano Planells, Ibiza 1985, pp. 123-130)
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topografía y toponimia en 'es Castellar'
'el agujero del Castellá' era... una antiquísima cisterna rupestre
(Juan Pérez Escribano, febrero 2006)
planta y alzado (J. Mª López Garí, 1986)
Ver arriba, en este misno blog:
¿nuevas excavaciones arqueológicas en Cap des Llibrell? y paseo por la cumbres en busca de la historia
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